EN EL AUTO
Recuerdo que la última vez que pasé por ahí habían asfaltado esa cuadra.
Y habían puesto unas luces amarillas. Y los paraísos del borde de la plaza habían crecido un montón.
Ya no era lo mismo.
Pero aquel momento llegó a mi mente, como una secuencia en treinta y cinco.
Estábamos en el auto... los grillos por ahí dando vueltas y cantando su último éxito pop. Las luciérnagas tristes apenas tenían fuerzas para encenderse, del agobio de la noche estival.
Hablábamos de todo y de nada, de mi fiesta de cumpleaños donde te disfrazaste de Minnie para delirio de los más chiquitos. De lo bonitas que eran tus manos y lo que me gustaba besarlas, de tonterías y cosas esenciales para el movimiento del universo.
Nos besamos, una vez y otra. Nada del otro mundo. Nos queríamos mucho. Eramos jóvenes e invencibles.
En un momento se hizo silencio. Se olfateaba un dejo de gran momento. Me abrazaste, y me revolviste el pelo. Me pediste, muy seria, que me quedara quieto. Te hice caso. En esos momentos dabas miedo. Tan bella y dulce a la vez... tan lejos de la niña-mujer que derrochaba suficiencia.
Me decías que me quedara quieto, y yo sonreía, y vos te enojabas por eso.
Al fin, me quedé quieto.
Me recosté sobre vos... y comenzaste a besarme la cara. La nariz. Sólo un breve y húmedo contacto en la punta de la nariz. Me dijiste que era pequeña. Sonreí. Te volviste a enojar.
Quedate quieto, me dijiste.
Otro roce húmedo. En la frente. con los labios mojados... y tal vez la punta, el extremo de tu lengua. Sólo eso. Noventa millones de besos en la frente, y otros noventa millones en la nariz; y cien millones mas en los labios. Debía quedarme quieto.
No hablaste de mis ojos. Me los cerraste con ternura con tus húmedos mimos. Seguí quedándome quieto. Comenzaste a barrer mi rostro de niño con tus frescos besos, algunos mas o menos apasionados. Y yo seguía quietecito disfrutando del momento.
Hasta que quedé calado hasta los huesos. Empapado de tus besos. Impregnado en tu delicada saliva. Ahogado de tu afecto. Saturado de amor joven. Inundado de ternura. Embebido en silencios. Sumergido en las ganas de que no se acabe nunca el juego.
Al final de la sesión maratónica de afecto, supe que había sido un momento inolvidable. Que lo conservaría hasta que me muriera. Hasta que mis huesos resecos fueran tierra y se hayan olvidado de mí hasta el último de los seres vivientes. Hasta que pase el fin de los tiempos, y un rato más.
Abriste la ventanilla del coche y compartimos un cigarrillo. Como todo acaba... al rato tenía otra vez más el rostro reseco. El semblante más seco si es que fuera posible antes de que lo humectaras de cielo.
Apagamos el cigarrillo, y sin decir casi nada, te llevé a casa. Cuando te bajaste me diste un beso como siempre... pero sabía diferente. Sabía a gloria. Sabía a lo mismo que me dejaste en la cara para toda la vida.
Cuando casi dos décadas mas tarde, pasé por esa misma calle, sentí la helada caricia del viento sobre mi cara; que mi frente, tal vez lo estuviera soñando, estaba húmeda de la lluvia de tus besos.
Podrán poner el asfalto y las luces amarillas, y un monumento a quien quieran, y pintar las hamacas, y transformar el tobogán...
...pero ese momento y un puñado de tus besos que se me cayeron de la cara quedaron ahí bajo la sombra invisible de los paraísos.